Buscar una explicación racional y entender por qué suceden las cosas es mi día a día como médico. Encontrar soluciones pasa, primero, por descubrir la causa del malestar o la enfermedad. Problema igual a solución. Así continuamente, a diario y con rapidez.
A veces, los dilemas son sencillos y se solucionan con paracetamol y mucha agua. Otras veces, sobre todo en Urgencias, son algo más complicados. Y aunque en Medicina 2 + 2 no siempre son 4, nuestra mente científica no puede evitar partir siempre de esa lógica. Las sorpresas vendrán luego, pero intentaremos anticiparnos a ellas para que dejen de serlo.
Todo esto lo cuento porque hay algo que me obsesiona como médico y como persona. O quizás me obsesiona como médico porque me obsesiona como persona. No sé hasta qué punto ambas cosas se pueden separar, la verdad, pero ese es otro tema. Se trata de la fina línea que marca nuestro destino, de la facilidad con la que podemos llegar a cruzarla y de cómo, a veces, nos quedamos justo al borde, evitando pisarla en el último segundo. Entonces, todo cambia, y el destino se reescribe a toda velocidad. Somos esa pelota de tenis que roza la red y, durante unos segundos, queda suspendida en el aire, pudiendo caer en uno u otro campo.
Azar, providencia, divinidad, las leyes del Universo o el Match Point que filmó Woody Allen… A lo largo de la historia de la humanidad, este equilibrio frágil nos ha fascinado y preocupado a partes iguales. ¿Casualidad o causalidad? Es la eterna pregunta.
Quizás, por mi trabajo, me asomo más a menudo a esa red invisible que divide nuestro destino —¿vivir o morir?— y, en muchas ocasiones, me pregunto cuál es la probabilidad de que ocurra esto o aquello. Busco una explicación numérica donde no la hay o, si la hay —que seguro que sí—, son matemáticas y cálculos divinos fuera de mi alcance.
Recuerdo un caso concreto que me impresionó por la cantidad de variables y probabilidades ínfimas de que se repitiera algo así. Fue la más perfecta reacción en cadena para construir la tormenta perfecta que he visto nunca. Aunque, en este caso, la tormenta, en lugar de llevar al paciente a la deriva —como suele suceder—, lo condujo a la salvación.
Hace unos años, sería el mes de marzo, a última hora de la tarde, el SAMU nos trajo a un paciente que había sufrido una parada cardiorrespiratoria mientras nadaba. Lo sorprendente fue que el señor, que flotaba en alta mar ya inconsciente, fue avistado por un windsurfista que pasaba cerca de allí. Vio al bañista, pudo aproximarse lo suficiente y logró subirlo sobre su tabla para llevarlo hasta la orilla. La playa estaba desierta a esas horas, no hacía calor y era un día ventoso.
Cuando el windsurfista alcanzó la playa, comenzó, sin vacilar, a realizarle al ahogado maniobras de RCP. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo, ya que, casualmente, el windsurfista era además médico, concretamente anestesista.
El Universo seguía jugando a favor de ese pobre bañista porque, en ese preciso momento, paseaba por la playa con su perro una persona que, al ver la situación, llamó enseguida al 112 y se unió, de forma perfectamente coordinada, a la reanimación que el windsurfista-anestesista estaba practicando. Tampoco era la primera vez para él, porque era médico de Medicina Intensiva. Los servicios sanitarios llegaron a tiempo para intubar al paciente y trasladarlo a nuestro hospital, donde llegó ya con el pulso recuperado.
La pelota cruzó la red y cayó en el campo contrario. Match point. El bañista había ganado la partida.
Aunque ya han pasado unos años, no he olvidado esa historia. Me sigo preguntando cuál es la probabilidad de que ocurra algo así. Cada vez que lo pienso, añado, a la ya fortuna de que encontraran al paciente en el mar y que, además, fueran dos médicos con experiencia en RCP, otras variables: desde la velocidad exacta del viento que permitió al windsurfista llegar hasta el bañista, la marea que había ese día para que no se hundiera, los pasos por minuto a los que caminaba el otro médico por la orilla o si el perro al que paseaba estaba más o menos cansado esa tarde… Y entonces tengo que parar de pensar.
Dejo de hacer cálculos que no me llevan a nada y me limito a quedarme fascinada por lo imprevisibles que son el destino y la vida. Me asusto un poco al pensar en cuántas cosas se escapan a nuestro control.
Al final, relajo mi cerebro, me quedo con un “todo pasa por alguna razón” y sigo viviendo.