Es el choque de los herrajes, cabos y poleas contra los mástiles. Un tintineo hipnótico que marca el viento con un compás sereno. Lo escucho desde la hamaca, con los ojos cerrados, junto al mar. Para los navegantes, es sonido de paz, espera y contemplación. Para mí, es música. Mi cabeza navega con él, sobrevolando el puerto, aparentemente tranquilo en esta mañana de viernes. Aunque quieto, siempre está en movimiento.
El murmullo de los barcos se interrumpe con sonidos menos armónicos que me llegan desde la piscina. Un hombre se desliza nadando casi sin levantar agua; los niños gritan “Marco” desde una esquina y unas niñas rubias de anuncio contestan “Polo” desde la otra. Unas señoras del Ensanche, exiliadas del barrio por razones térmicas, cruzan la piscina despacio, con la cabeza tan erguida que el agua les acaricia la nuca sin rozarles el pelo. Mantienen la conversación a flote: lo suyo es la “natación social”. No escucho lo que dicen, aunque reconozco que me encantaría.
Lo que sí me llega con claridad es la conversación de dos hamacas más allá. Ser rubia, mantener un silencio misterioso o hablar muy bajo siempre me da un extra de invisibilidad: los demás dan por hecho que (1) soy una guiri que no entiende el idioma o (2) no presto atención. Tremendo error.
Dos chicas, que no deben de llegar a los 40, critican que el personal de la piscina no dejó pasar el otro día a “la chica” de una de ellas, y que por eso pasó una tarde sofocante bañándose y jugando con sus hijos —a los que seguramente no verá en toda la semana—. Mientras se ponen al día de los últimos divorcios y sus voces nasales destrozan mi compás del tintineo, una señora muy bronceada las saluda con entusiasmo. Cuando ya está a una distancia prudencial, una de ellas comenta:
—Allá va María Ribera.
—¿Ribera? —pregunta la otra.
—Sí, Ribera como el vino, de los Riberitas que debe llevar ya en el cuerpo y que se toma nada más pisar el club.
Y entonces se ríen con una de esas carcajadas que podrían avergonzar a cualquier villana de Disney.
Es un buen momento para alejarme y darme un baño.
Desde dentro del agua, con las gafas de sol puestas, juego a imaginar cómo han hecho su fortuna los que me rodean para estar aquí una mañana de entre semana, tan ligeros de preocupaciones. O si, como yo, son impostores que trabajan y madrugan la mayor parte del tiempo y han sido confundidos con ricos herederos.
Un señor alemán mayor se ríe con su mujer al pasar cerca de mí. Me fijo en sus pies: pedicura perfecta y uñas esmaltadas, intuyo que con shellac en un verde inglés precioso. Me encanta la impermeabilidad al qué dirán que, llegados a cierta edad, se adquiere.
Confirmo que una pareja a la que veo a menudo lo es —o al menos no disimula otro tipo de vínculo familiar, menos mal—. Hacen buena pareja. Habría apostado por ellos… si no hubiese escuchado a ella, en cuanto él se alejó, enumerarle a su amiga las ventajas de estar con un hombre mayor, en una serie de tópicos que me hicieron bostezar. Los tópicos son el principio de cualquier fracaso.
Es curioso cómo, a veces, me integro en algo —como en este club— pero me mantengo siempre en los márgenes. Me gusta pensar que soy una outsider a tiempo completo. Creo que es importante estar presente pero sin pertenecer, manteniendo la distancia justa para no perder la libertad. Y así, además, puedo observar mejor lo que me rodea, como si mirara por un microscopio.
Veo esa levedad aparente que flota en el aire, del mismo modo que los barcos que tengo enfrente flotan sobre el mar. Desde aquí, a simple vista, es imposible saber qué cascos tienen la madera podrida o no se han limpiado nunca. Lo mismo ocurre con las personas.
Pero eso no importa ahora. Me quito las gafas de sol, las levanto con un brazo en alto y sumerjo la cabeza. Al salir a la superficie, todo sigue donde estaba: el sol, el tintineo de los barcos, el murmullo de las conversaciones.
Ya es verano. Y aquí, más que preocuparse, se flota. La gravedad —en todos los sentidos— es meramente opcional. Porque todo el mundo sabe que para superar el calor y el bochorno que nos rodea, no hay nada mejor que un poco de frivolidad y un buen chapuzón.
Qué paz ese momento de chapoteo en el agua.
Me identifico con lo de outsider. Estoy dentro pero distante, un tanto invisible.
Disfruta mucho de esos momentos y de este verano que comienza.
¡Cuánta alevosía! Me pregunto si el antídoto contra la mezquindad sea precisamente ese estado de ingravidez que describes, esa calma flotante que te permite observar sin intervenir, aprender sin obsesionarse y disfrutar sin pretensiones. Tu voz es fresca, natural y con un puntillo de humor que me ha atrapado. ¡Te envío un fuerte abrazo y te deseo un buen verano!