Los médicos hablamos mucho de “coste-beneficio”. Muchísimo. Es una frase que se ha convertido casi en un comodín, un gesto de autoridad.
“No vale la pena, el coste-beneficio no compensa.” Y lo decimos así, con una naturalidad que impresiona. Como si todos, en lugar del MIR, tuviéramos un MBA. Y lo que es peor, como si los médicos fuéramos expertos en análisis financiero, cuando la realidad es que, a la mayoría, nos viene justito —a pesar de ser de ciencias— para manejar nuestra economía doméstica.
No tenemos ni idea, lo reconozco. Ni de costes, ni de beneficios, en términos económicos reales. Incluso en lo que a nuestro campo se refiere: si le preguntara a cualquiera de mis compañeros, pocos sabrían decirme cuánto cuesta un TAC con contraste o cuántos euros por día supone un ingreso hospitalario, por ejemplo, en intensivos. Tampoco lo que valen algunos de los tratamientos que administramos de forma habitual en Urgencias, o cuántas veces puede hacerse una analítica “de control” antes de que el del laboratorio arquee una ceja. No lo sabemos. No nos enseñaron. Y, en general, tampoco nos importa mucho. Porque lo que hacemos no va de eso. O al menos, no iba.
Y, sin embargo, ahí estamos, tomando decisiones clínicas como si estuviéramos en un comité de inversión. Como si tuviésemos hojas de cálculo abiertas en la mente, miles de fórmulas, y no la vaga intuición de que “esto igual no compensa”. Es curioso: somos profesionales de ciencias, nos encantan los datos, pero a la hora de hablar de costes y beneficios nos movemos con la misma precisión que alguien intentando hacer una transferencia desde una app de banco un lunes a las 6 de la mañana.
“Esto no tiene buen coste-beneficio” se dice, y automáticamente se zanja la conversación. Es como el comodín de la sensatez. Lo que en realidad queremos decir es: “Esto no me convence, pero necesito una forma de decirlo que parezca basada en algo sólido y no en mi variable instinto humano.”
El término está por todas partes. Suena bien. Suena técnico. Nos hace sentir que estamos tomando decisiones racionales, objetivas, limpias. Casi como si fuésemos ingenieros o gestores, en lugar de personas intentando solucionar los problemas de otras personas rotas, angustiadas, frágiles.
Y que nadie me malinterprete: entiendo perfectamente la necesidad. Quien haya sacado el fonen para lanzármelo puede guardárselo de nuevo. Entiendo que en un sistema con recursos finitos —cada vez más— debamos elegir. Que no se puede todo. Pero el problema es que, a veces, usamos esa expresión sin saber muy bien qué estamos metiendo en cada lado de la balanza. Como si la medicina fuera una especie de contabilidad emocional.
Me imagino el término llevado a la vida cotidiana; el análisis coste-beneficio daría lugar a una existencia completamente ridícula.
—¿Y por qué dejaste a Antonio?
—Mira, el ratio afecto vs. desgaste emocional no me compensaba. Y además no le gustaba la playa, con lo que el beneficio en verano para mí era nulo.
—¿Vas a ir al cumpleaños de tu prima?
—No. Tengo que poner gasolina, comprarle un regalo y aguantar una conversación infinita sobre la maternidad. Claramente negativo.
Así nos convertiríamos en un algoritmo con patas.
Pero en medicina, a veces, lo usamos así. Y en muchas de ellas tiene sentido. En otras, no tanto.
El otro día hablábamos de un paciente mayor, bastante deteriorado, con varios diagnósticos encima y pocos días por delante. Alguien sugirió no iniciar tratamiento porque “el coste-beneficio no lo justifica”.
Y era cierto. Si uno mira solo marcadores, cifras, curvas de supervivencia.
Pero también había una cabeza que funcionaba a la perfección, una familia que lo acompañaba y las ganas de ver cómo su nieto se licenciaba. Y sí, puede que eso no esté en ninguna guía clínica. Pero a veces el beneficio es tan simple como que alguien tenga algo que hacer durante el tiempo que le quede.
No se trata de romantizar la medicina hasta convertirla en un merengue irreal. Solo de reconocer que nuestras balanzas están algo trucadas. Que no siempre sabemos medir ni pesar lo que realmente cuenta.
Y que, a veces, nos vendría bien pararnos a pensar un poco antes de usar ciertas expresiones como si lleváramos un Excel incrustado en la corteza prefrontal.
Porque si algo nos enseña la práctica clínica es que hay decisiones que nunca serán cálculos exactos ni cuadrarán por ningún lado. Pero se toman igual. Y no por irracionales, sino porque a veces lo que más importa no se puede medir. Ni analizando coste-beneficio ni con ningún parámetro clínico.
Quizá deberíamos dejar de usar esa expresión con tanta ligereza. O, al menos, tener claro que el análisis coste-beneficio no es una fórmula mágica, sino una forma educada de decir: esto no me convence.
Y que, a veces, lo que no convence no tiene nada que ver con los números. Ni con la ciencia. Ni siquiera con la lógica.
Afortunadamente.
Te leo y no puedo evitar asentir en silencio, con una mezcla de gratitud y pudor. Porque lo que has escrito no solo es valiente, es necesario. Necesario en el sentido más profundo del término: como lo es una pausa para respirar o una mano que llega justo antes de rendirse.
Esa expresión —coste-beneficio— ha terminado por instalarse no solo en el lenguaje médico, sino en el tejido de nuestra forma de vivir. Como si todo pudiera sopesarse, cuantificarse, reducirse a una lógica operativa. Pero tú lo nombras con una claridad que desarma: no siempre sabemos lo que estamos metiendo en cada lado de la balanza.
Y ahí, en ese vacío, es donde se cuela lo más humano. Lo que no cabe en un protocolo ni entra en una gráfica. El deseo de un paciente por ver a su nieto graduarse. El valor de una tarde tranquila. Las ganas de seguir, aunque sea un poco más.
No romantizas, y eso se agradece. Pero tampoco cedes a la frialdad disfrazada de objetividad. Señalas ese punto intermedio —frágil, incierto, pero profundamente honesto— en el que se toman las decisiones reales. Las que no cuadran pero sí acompañan.
Tu texto me recuerda que necesitamos más voces así: que duden, que se detengan, que no tengan prisa por parecer infalibles. Porque hay una forma de ejercer, de escribir, de estar en el mundo, que no busca tener razón, sino hacer justicia al momento. Y tú la encarnas.
Gracias por decirlo como lo dices.
Por ponerle palabras a lo que tantas veces se calla.
Por escribir desde ese lugar donde la ciencia no se pelea con la ternura.
Muy interesante 😃. Lo incluimos en el diario de Substack en español?