No podía ser amor, pero yo le llamaba así.
Desde el principio me miró como si fuera única. Abría mucho los ojos, como si intentara capturarme dentro de su mirada. Eso me provocaba una sensación extraña, a medio camino entre la fascinación y la sorpresa.
Por estar con él olvidé lo que significaba tener un horario, disponer de tiempo para mí, cuidarme más.
De mi vocabulario borré la palabra cansancio, el “no me apetece”.
Todo por esa absurda percepción de sentirme elegida, imprescindible. Como si el mundo no fuera a seguir girando si no estaba yo.
Me dejé llevar por sus palabras, siempre algo ambiguas. Esas que no eran más que la falsa promesa de que haríamos juntos algo importante.
Y ese maldito tópico de “lo nuestro no es como lo de los demás” quemaba en sus labios y ardía en mis oídos.
Tú tienes un don. Yo te ayudaré a usarlo. Estaremos siempre juntos en esto.
Yo me dejé llevar.
Dormir poco, comer mal, sentir vértigo… pero seguía, como quien se mueve por una inercia suave que empuja al precipicio que sabe delante.
Me decía: “Eres esencial.”
Y yo, ingenua, pensaba que eso significaba que me cuidaría.
Me decía que tenía madera. Que había nacido para esto.
Y yo asentía, con el pecho lleno y el cuerpo roto.
Era exigente, sí. Siempre quería más.
Más tiempo. Más entrega. Más paciencia.
A veces llegaba sin avisar, y yo corría como si mi vida dependiera de ello.
Otras veces me dejaba sola, sin señales durante días, y volvía de pronto, pidiéndome todo como si nada.
Dejé cumpleaños, dejé amigos, incluso a la familia… a ratos.
Aprendí a mirar el reloj en silencios de veinte segundos. A contestar sin pestañear. A gritar hacia adentro. A domesticar la rabia.
Él me miraba cansado. Como si todo lo que hacía nunca fuera suficiente. Y cuando me agotaba, me decía que si de verdad lo amaba, no me quejaría tanto.
Que si esto me dolía, quizás no era para mí.
Que otras lo hacían sin rechistar.
Que las buenas no se iban.
Que vocación es entregarse. Y punto.
A veces soñaba con dejarlo todo. Escaparme. Cambiar de vida. Pero él sabía cómo hablarme cuando intuía que había reunido el valor suficiente para hacerlo.
Me recordaba el primer día. Las ganas. Los motivos que me trajeron hasta aquí. El esfuerzo que me había costado. Me decía que el problema era mío. Que yo había cambiado. Que si me sentía así, sería que ya no era pasión lo que sentía. Pero no es así.
A veces amar lo que uno tiene, lo que uno ha elegido… es también un acto de resistencia. O querer amarlo. O amar lo que piensas que debería ser.
Y aunque duele, aunque sé que esto no es amor —que no es lo que merezco, que doy más de lo que recibo— sigo aquí. No me rindo. Todavía hay una mínima posibilidad de hacer que las cosas cambien.
Porque aún creo que puedo salvar a alguien. Aunque ya no sé si alguien podría salvarme a mí.
Porque me enseñaron a quedarme.
Porque me entrenaron para resistir.
Porque alguien tiene que hacerlo, ¿no?
Y no.
No hablo de un hombre. Ni de una relación tóxica de pareja. Tampoco hablo de mí, sino de muchas personas.
Hablo de una bata blanca.
De una guardia de 24 horas.
De una sala de espera que no se vacía nunca.
De la falta de respeto a los médicos. A mi profesión.
Hablo de un sistema que nos necesita, pero no nos cuida.
De una vocación que aprendí a amar… aunque a veces parezca que no me quiera.
Y de un país que nos llamaba héroes entre aplausos y ahora parece que mira hacia otro lado.1
El pasado 13 de junio hubo una huelga de médicos en España para protestar por nuestra situación laboral y reivindicar así una mejora en nuestras condiciones que contribuirían también en favorecer una atención más adecuada para los pacientes. Aquí tenéis más información.
La foto es de mi compañera P.I. Todos los motivos resumidos en una pancarta
Bravo.
Madre mía...es que no sé qué decir. Tienes toda la razón, lo que pasa con médicos, también por ejemplo con maestros,es de traca. Centrándonos en tu colectivo,la gente ha perdido mucho el respeto